Se escondió otra vez. Solía salir a caminar todas las mañanas, bajo la arboleda que dibujaba manchas en su piel y ropaje que le recordaban a uno de sus animales favoritos. No os voy a decir cuál.
Se escondió esta vez. Cuando antes era toda música y canciones bajo la colada de sus vecinos, los murciélagos (o así solía llamarlos a menudo). Ella diferenciaba a cada tipo de individuo comparándolo con un animal, pero sus vecinos, en concreto, coincidían en ser murciélagos. No os voy a decir por qué.
Se escondió deprisa. Tenía miedo, de ese miedo al que antes ha precedido el ingenuo temor; miedo de las ascuas, del polvo que levantan los pasos, de las huellas olvidadas de los caminos, de las sombras que no abrigan, del propio miedo y de ella misma. Tenía también muchas ganas, pero no os voy a decir de qué.
Se escondió. Ya nadie la veía. Los murciélagos la buscaban por todos lados, algunos lloraban deseosos de poder escuchar su dulce voz cantar de nuevo; si ella supiera que a pesar de estar callados todo este tiempo, amaban oírla. Las arboledas ya no hacían sombras, al parecer también se fueron con ella; con su miedo y sus ganas, con su voz. Y no os voy a decir dónde está, ni quién es; sólo que dejó una nota tirada bajo la colada que decía: “La historia ya no se escribe”.
Jessik Bokis
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